He de abordar este tema comenzando con algo un poquito técnico. Hay palabras que se parecen mucho, pero no son lo mismo. La academia nos habla de homónimas, homófonas y homógrafas. Pero no son estas las que quiero traer a colación. También hay palabras como “actitud” y “aptitud”, con las cuales suelen tener problemas las personas disléxicas. Pero tampoco son estas las que quiero usar para ilustrar el tema. Me quiero referir en su lugar, a palabras que son fonética y gráficamente muy distintas, pero que se usan comúnmente como sinónimos, y sin embargo en realidad su significado es sutilmente distinto; es decir, no son realmente sinónimos en rigor. Palabras que el común de la gente intercambia como si nada, pero que la mente sutil sí las difiere. Veamos un ejemplo: En el blog “Cosmovisiones” publiqué la entrada “Ideas, Ideas y más Ideas: Lo Bueno, lo Malo y lo Feo”, y ahí hice mención de dos de estos términos, a la vez que mencioné que los trataría aquí en “Tintero Abierto”. Son los términos “mentira” y “engaño”. Una frase como “acabamos decepcionados porque todo era una mentira”, fácilmente la podríamos reescribir así “acabamos decepcionados porque todo era un engaño”. Ambas frases lucen equivalentes, y con base en ello cualquiera podría concluir que “mentira” y “engaño” son sinónimos. De hecho, aparecen como sinónimos en los diccionarios. Pero lo cierto es que aunque a veces pueden usarse por igual, sus significados son sutilmente diferentes. Considere usted mi siguiente afirmación: En este momento está usted leyendo esto, mientras pedalea en un monociclo sobre una cuerda floja…. Ahora respóndame: ¿le mentí al hacer esa afirmación?… Por supuesto que sí le mentí (sería rarísimo, a niveles siderales, que por coincidencia en efecto estuviera usted en la condición descrita)… Pero ahora dígame: ¿Lo engañé?… Por supuesto que no lo engañé. Entonces, ¡queda demostrado que es posible mentir sin engañar, y en consecuencia mentira y engaño no son lo mismo!. De hecho, también es posible engañar sin mentir, pero por motivos de espacio no ejemplificaré eso. Lo importante es que para que yo lo engañe, tendría usted que haberse creído la mentira, y eso no pasará porque usted está clarito acerca de dónde está ahora y qué está haciendo. En realidad, la mentira es lo que sale de la boca de quien la pronuncia, pero para que se convierta en engaño, aquel que la escucha tiene que procesarla y creerla. Así, la mentira apunta a quien la dice, mientras que el engaño a quien lo escucha. Por eso, aunque a veces se puede reemplazar “mentira” por “engaño” (y viceversa) en situaciones puntuales, cuando se hila más fino, no se puede. Y saber cuándo sí y cuándo no, requiere de una habilidad que todo escritor debería tener: Inteligencia lingüística.
Soy miembro de MENSA Internacional y como tal, me he documentado algo sobre inteligencia. Hoy por hoy la mayoría de los expertos reconocen (sin que exista un consenso único) unos 8 tipos de inteligencia (lógica-matemática, lingüística-verbal, visual-espacial, interpersonal, intrapersonal, musical, corporal-cinestésica, y naturalista). Sin entrar en detalles sobre inteligencia en general, quedémonos con la lingüística-verbal, nada más y abreviemos en “lingüística”, así, a secas. Todo escritor de mediana calidad literaria debe estar dotado de una inteligencia lingüística sobresaliente. Esta es necesaria por muchas razones. Pero en el humilde espacio de este blog, sólo podemos sondear someramente el asunto. Baste decir que en las sutiles diferencias de palabras parecidas, reside una enorme riqueza prosaica, que el escritor audaz puede explotar para generar belleza literaria. La parte mala es que el común de la gente, que no percibe las diferencias, se pierde el efecto que entenderlas produce. Se requiere de cierta inteligencia para percibir todos los detalles.
Profundizando un poquito más el tema, a manera de ejemplo retomaré la palabra ya citada “mentira”. Todo ser humano común razona de manera simple y natural que quien miente, es mentiroso. ¡Verdad que sí! Para el ciudadano común, eso está bien claro, y no hay nada más que discutir. Pero si se ejerce inteligencia lingüística y se hila más fino, se llegará a la conclusión de que no todo aquel que miente es mentiroso. Veamos: El sufijo “oso” denota abundancia, y ello induce a que la palabra “mentiroso” implica abundancia de mentiras; es decir, no basta una sola mentira para ser un mentiroso; tiene que haber una conducta recurrente. O sea que para llegar a la categoría de “mentiroso”, no basta una única mentira (recordemos el dicho “una golondrina no hace verano”), ni dos, ni tres. ¿Cuántas mentiras se necesitan para caer en la categoría de “mentiroso”? No tengo respuesta para eso, pero puedo decir que no es cosa de cantidad, sino de hábito. Pero por si este argumento no bastara para sustentar que no todo aquel que miente es mentiroso, entonces veamos otra arista del asunto: Hay que considerar un tema de convicciones. Esto es, si una persona transmite una mentira, pero no sabe que lo es, sino que está completamente convencida de que lo que dice es verdad, entonces esa persona no califica como “mentirosa”. En este caso está engañada, pero no es mentirosa. Pero se requiere algo de inteligencia para distinguir esto. Por esa razón la gente más inteligente puede tener más empatía, como consecuencia de que puede entender que el que alguien esté diciendo algo que es mentira, no necesariamente significa que sea mentiroso, y por ende una mala persona. Por no entender esto, mucha gente suele ser muy rápida para juzgar a los demás, pues viven en un mundo en blanco y negro, simplificado, sin colores, y frecuentemente sin siquiera escalas de gris. Para ellos todo es simple: Todo el que dice una mentira es un despreciable mentiroso, el que roba es un malvado ladrón y el que mata es un infame asesino. Pero ese razonamiento simplista convierte en despreciables, malvados e infames, a los engañados, los perseguidos, los oprimidos, los policías y los soldados, entre otros muchos. Y en realidad ninguno de ellos es malo; simplemente las circunstancias los arrastran a situaciones funestas a las que inevitablemente tienen que hacerles frente, de manera a veces lamentable. ¿Cuál es la moraleja detrás de todo esto? Como seres humanos, no debemos ser tan rápidos para juzgar. Hay que aprender a tener empatía y a distinguir escalas de gris, además de percibir colores.
Ya para cerrar, debo señalar que es posible crecer en inteligencia, y es prácticamente un deber hacerlo. Y como escritores, hay que crecer particularmente en inteligencia lingüística, distinguiendo los matices de nuestro idioma, y usarla en la ejecución de nuestra obra. En el ejercicio de la lectura el ciudadano común crece en inteligencia, pero para ello el material leído tiene que reflejarla. Seré drástico para subrayar esto: El que lee burradas se embrutece, pero el que lee virtud se edifica. Seamos pues, de los que escriben virtud. En las manos del escritor hay poder de cambio, y si se usa bien, podemos construir un mundo mejor usando Ladrillos de Tinta.